Fast Fashion.
No sé tú, pero yo he crecido con el mantra ‘me voy de compras’ como una diversión de viernes por la tarde exenta de problemas. Era una forma de socialización, de olvidarme de los exámenes, de entretenimiento e, incluso, de evasión… Me iba con mis amigas de tiendas y mientras charlábamos mirábamos ropa, nos probábamos, nos reíamos… Era el viernes perfecto. La tarde de chicas ideal.
Cada cumpleaños: ropa. Cada Navidades: ropa. Cada evento: ropa. Cada cambio de temporada: ropa. (Y cuando digo ropa digo bolsos, complementos, zapatos…, siempre teníamos un ‘me hace falta’ en la boca).
Jamás me pregunté de dónde salían esas prendas. Ni mucho menos quién las fabricaba. Siquiera imagina la historia que había tras ellas.
Me aficioné a los montones de ropa. A ir de rebajas porque sí. A comprar prendas a 3 euros (que luego no me ponía, pero a ese precio…). Acumulaba decenas de prendas y siempre iba vestida con lo mismo, pero me encantaba abrir el armario y verla para, después, usar las mismas 10 prendas toda la temporada…
Como puedes ver, este artículo es una reflexión en voz alta sobre la fast fashion y esta sociedad hiperconsumista. No busques grandes links de bibliografía, predicciones ni certezas. Solo un viaje desde la más inocente inconsciencia a la más triste conciencia. Un punto de desaliento y una pizca derrotista. Pero solo el justo para removerte de la silla.
Vivimos en una sociedad en la que a las mujeres desde pequeñas se nos enseña que nuestro valor está en nuestra belleza y lo bonitas que vistamos. Un mundo en la que las personas no somos más que una fachada (con perdón de Ter) en la que lo superficial cobra una gran relevancia, mientras que lo profundo a penas existe.
Estamos inmersos en una rueda como el hámster que corre y corre en su jaula sin darse cuenta de que no llega a ninguna parte. Es más, somos el motor de esa máquina de cruel engranaje.
Porque, en verdad, no lleva a ninguna parte.
Pudiera parecer que en el mundo de la fast fashion las personas que estamos en el primer mundo estamos en la cúspide de la pirámide. Pero nada más lejos de la realidad. Nuestra vida es infinitamente mejor que la de aquellas personas que tejen nuestras prendas, pero para las empresas de la fast fashion somos lo mismo: piezas de su engranaje donde lo único que importa es comprar, comprar y comprar para mantener activa su maquinaria.
Las empresas de fast fashion (y entre ellas no solo están las grandes cadenas, sino también la mayoría de las empresas de moda de Prêt-à-porter e, incluso, de alta costura) solo se preocupan por sus números, por crearnos falsas necesidades para que compremos y acumulemos, bajo la promesa de que seremos más felices con tal o cual objeto.
Saben que nuestro cerebro reptiliano actúa por impulsos, que no es reflexivo, que no piensa. Solo quiere mantenernos a salvo. Y hace millones de años estar a salvo era sinónimo de tener más. Tener más reservas de alimentos, tener más pieles para vestir, tener más compañeros… La publicidad va enfocada a este cerebro y nunca se dirige al cerebro más humano, el analítico neocortex, el que nos diferencia del resto de animales, el que se preguntaría si realmente es necesario ese abrigo, y llegaría a una conclusión algo incómoda para la fast fashion.
Porque por muy chic que nos parezca comprar ese bolso de Louis Vuitton, solo responde a un instinto muy primario y nada evolucionado (ser aceptado-admirado por nuestros iguales para no ser expulsados del grupo y morir ateridos por el frío en una oscura caverna. Nada del siglo XXI, la verdad).
Más allá de ese instinto recubierto de charms y logotipos, no hay nada elevado. Si creemos que tener ese Rolex nos va a hacer más felices, no es cierto. Si pensamos que comprarnos otro par de zapatos nos va a hacer sentir plenos, es mentira. Si nos convencemos de que con ese vestido la gente nos vería de otra forma, solo no estaríamos engañando a nosotros mismos.
Si eso fuera así, las personas ricas y famosas serían las más felices del mundo, ya que tendrían totalmente cubiertas esas necesidades de nuestro cerebro reptiliano.
Porque la verdadera felicidad nada tiene que ver con lo que tienes, sino con lo que haces y lo que eres. El problema es que a las empresas de este mundo hiperconsumista les interesa que lo que somos y lo que tenemos estén íntimamente unidos y sean indisociables.
En este sentido es bellísimo (y aterrador) el estudio elaborado hace algunos años por Greenpeace titulado «Después del atracón, la resaca». En este estudio se analiza el comportamiento de los compradores compulsivos (y no tienes que tener una adicción a las compras para serlo, basta con comprar cosas que sabes que no necesitas ¿te ha pasado alguna vez? Pues tu compra está basada en una compulsión y no en una necesidad).
En este estudio se analizaba este fenómeno internacional de las compras que se ha exacerbado por las redes sociales y la facilidad de las compras en línea (en las que no todo son desventajas, obviamente). Además, en él se revela que las compras no hacen feliz a la gente, ya que la emoción sólo proporciona una solución temporal y tras ella el sentimiento es, en muchas ocasiones, de culpa.
Porque sí es cierto que comprar satisface ese instinto primario y nos ofrece una sensación de felicidad momentánea. Pero, una vez el cerebro reptiliano se calma, nuestro cerebro humano se encuentra con un objeto que no le hace feliz. Es más, en muchas ocasiones esas compras nos hacen profundamente infelices.
«El consumo excesivo de moda está ya muy arraigado en nuestra cultura cotidiana, tanto en las viejas economías europeas como en las emergentes, como China. En muchos sentidos, China lidera actualmente esta tendencia, ya que más de la mitad de los consumidores chinos poseen más ropa y bolsos de los que necesitan. Casi la mitad de los consumidores chinos compran más de lo que pueden permitirse, y más de lo que les hace felices, y alrededor del 40% se consideran compradores excesivos, que compran compulsivamente más de una vez a la semana. Las mujeres jóvenes y con altos ingresos son las más vulnerables. La difusión de las compras por Internet y las redes sociales hace que la gente sea aún más susceptible al consumo excesivo», indica Greenpeace en este estudio.
«Estas personas no compran porque necesiten algo nuevo: su motivación es el anhelo de emoción, satisfacción y confianza ante los demás. Los compradores también buscan liberar el estrés, matar el tiempo y aliviar el aburrimiento».
«Sin embargo, las compras no les hacen felices; la gente ya tiene demasiado y lo sabe. Alrededor del 50% afirma que la emoción de las compras desaparece en un día. Un tercio de los asiáticos orientales se siente aún más vacío e insatisfecho después. También parecen saber que van por el camino equivocado; alrededor de la mitad de los consumidores ocultan sus compras a los demás, por temor a las acusaciones de derroche de dinero u otras reacciones negativas».
«Después de las compras excesivas, la gente experimenta un cansancio y un aburrimiento regulares: al atracón le sigue la resaca».
El estudio es realmente ilustrador de nuestra sociedad.
- No puedo salir de casa con dinero…
- Esta mañana he salido con 50 euros de casa y no sé en qué me los he gastado…
- Solo iba a por el pan y al final he comprado un montón de cosas…
- No me hace falta, pero lo he visto y me ha gustado…
- No sé lo que hago con el dinero pero me vuela…
Estas son solo algunas de las frases que escuchamos todos los días y nos parece normal. Entendemos que cada día hemos de consumir. Sin contar los alimentos (y digo alimentos, no comida), parece que estamos inmersos en una espiral de gastar dinero.
¿Cuántas prendas de ropa has comprado este año?
Y de ellas ¿Cuántas eran realmente necesarias?
Pero más allá de ahondar en la sensación de falta de plenitud que se siembra en nuestra sociedad para convertirnos en instrumentos de este capitalismo despiadado, más allá de la preocupación de ver cómo los niños y niñas anclan su felicidad a poseer objetos y esa idea es apoyada por el sistema educativo y político de nuestro país, más allá de cómo cosificamos todo cuanto nos rodea (incluidos a nosotros mismos), más allá de todo eso, la fast fashion hunde sus raíces en un mundo en extinción.
Ya lo he dicho varias veces, pero España agotó sus recursos en mayo de 2021. Desde ese mes estamos viviendo de prestado, con recursos que tomamos a las generaciones futuras que tendrán que pagar el precio de nuestra forma de vivir tan íntimamente unida al consumo.
Porque no es sostenible esta forma de producir. No es sostenible tener cada dos semanas una nueva colección de moda. Esta forma alimenta aún más las compras compulsivas. Porque si te gusta esa chaqueta no va a estar ahí toda la temporada como antes. «Igual la semana que viene ya no está». Estas palabras de la dependienta no te dejan tiempo para reflexionar, llegar a casa, ver lo que tienes en el armario (¿alguna vez has comprado una prenda y al llegar a casa has visto que es muy parecida a otras que ya tienes?).
O la compras ahora, o vuela.
Y, claro, la compras. Pagas con la tarjeta, un medio lleno de ventajas pero que te impide ver cómo el dinero desaparece de tu billetero o de tu cuenta corriente. Es como dinero fantasma.
Llegas a casa y te das cuenta de que la calidad de la chaqueta es pésima. Está mal rematada, el tejido es fino y te va a durar un suspiro. «Total, por ese precio qué más le puedo pedir. Cuando se rompa, otra».
Y ahí está. La frase lapidaria de este sistema.
‘Cuando se rompa, otra’.
Como si la obsolescencia programada de todo cuanto consumimos no nos pasara factura. Como si tuviéramos planetas producidos en cadena para reponer. Como si de lo que estuviéramos hablando fuera de la tierra.
¡Que no! Despierta de una vez. Ella no está herida de muerte. Nada de lo que hagamos puede destruirla.
Podemos arrasar bosques y océanos. Terminar con todas las especies del planeta. Y ella seguirá girando y creando vida.
Somos nosotros los que no estaremos para contemplarlo. Los que no podremos ver nuevas especies devoradoras de plástico, los que seremos expulsados del paraíso por inútiles, por seguir, como decía el Agente Smiths de Matrix el patrón de comportamiento de un virus.
A la tierra el cambio climático le da igual. Ella ha vivido glaciaciones, impactos de meteoritos, ha creado y destruido especies enteras. Querida Greta, para nuestra amada tierra no somos más que un suspiro en la eternidad.
Se impone una nueva forma de consumir y de mirarnos en este planeta. Pero, la verdad, es que nos hemos rodeado de tantas cosas para definirnos que si nos las quitan no sabríamos quienes somos.
Nuestra ropa, nuestra casa, nuestros objetos, nuestro coche… todos los objetos que poseemos les dicen al mundo quienes somos. Pero si nos despojamos de todos nuestros objetos ¿quienes somos? Ahondar en esas preguntas es algo que no quiere esta sociedad ni nuestro cerebro reptiliano, para quien los cambios son una ocasión perfecta para el fracaso y la muerte.
Terminar con la fast fashion es vital, no solo por nuestro planeta, sino porque somos mucho más que una concatenación de necesidades creadas, de objetos que anhelar, de vidas de Instagram a las que imitar.
Dentro de poco os hablaremos de la slow fashion para cambiar poco a poco este modelo de consumo. Y, sobre todo, para dejar de correr en esta eterna carrera de la rata.